No hay cien maneras de decir lo mismo. No hay tantas formas para definir lo que emociona. De ahí que en esta intervención sea inevitable no repetir algunas de las cosas que se han escrito y dicho sobre Enrique Castro ‘Quini’ en estos últimos días. Todas ellas de un cariño unánime, de un respeto total que da cuenta de la inmensidad de su figura.
Hablar de El Brujo es hablar de Gijón, es hablar de Asturias.
Hablar de El Brujo es hablar de una persona buena, de una persona transparente y comprometida con los suyos. Hablar de El Brujo es, en definitiva, hablar de un ídolo atemporal, de una leyenda con todas las letras.
El de Quini es uno de esos nombres que figurarán para siempre con mayúsculas en la historia. Su trayectoria vital supone la representación de algunos de los valores que nos definen como sociedad. A lo largo de su vida, Enrique Castro fue ejemplo de empatía y de generosidad. Fue ejemplo del afán por entenderse, del sentimiento de pertenencia que siempre caracterizó a Gijón.
La euforia de presenciar un prodigio ocupa un lugar fundamental en la afición por los deportes. Durante años, Quini hizo de El Molinón el jardín de la excelencia, el estadio donde se obraban milagros. Durante años, Quini hizo de Gijón el epicentro de lo asombroso, la ciudad donde el mejor delantero de la historia hacía goles de todas las formas posibles.
Esta ciudad está en deuda con Quini por aquellos años, pero también lo está por los que siguieron. El Brujo, una estrella que siempre se comportó como uno más, significó para Gijón y para Asturias un ejemplo de orgullo, un ejemplo de humildad y optimismo desbordantes. Quini nunca dejó de ser Quini y eso hace que su leyenda sea, si cabe, todavía más brillante.
Por todo ello, por todo lo que El Brujo le dio a su ciudad, esta estatua no es un homenaje. Esta estatua es el justo agradecimiento de Gijón hacia su ídolo. El reflejo de una leyenda eterna frente a su estadio, un campo que lleva su nombre porque de quién lo iba a llevar si no.
No me cansaré de repetirlo: en el fútbol, ser sportinguista es un privilegio. En la vida, ser de Quini debería ser obligatorio.