Esta mañana acudí a un Seminario sobre Empresa Familiar celebrado en Gijón.

La empresa familiar es la empresa por antonomasia o empresa propiamente dicha, ya que el 85% del parque empresarial se asienta en la familia como estructura societaria. El 70% de la producción de bienes y servicios en España procede de las empresas familiares y siete de cada diez empleos del sector privado trabajan en las empresas familiares.

En las grandes empresas no conocemos los rostros de sus propietarios, están preparadas para captar dinero, para recibir recursos del mercado, pero cuando vienen mal dadas los dueños abandonan el barco, porque aman mucho más a su dinero que a sus empresas. Se crean y se destruyen. Se inauguran y se deslocalizan. Juegan con los colores de un equipo y con los del contrario. Son ahora españolas y mañana asiáticas, pasan en un instante de asturianas a australianas.

En todos esos cambios se quedan por el camino muchos puestos de trabajo, por no hablar del espinoso asunto de las subvenciones que se cobran en un país para luego marcharse a producir a otro.

Sin embargo, el compromiso de la empresa familiar no existe en ninguna otra estructura empresarial. En muchas ocasiones, el rótulo de la empresa es el apellido de la familia. Sólo ese detalle nos da una idea de los esfuerzos que están dispuestos a hacer sus propietarios antes de arriar la bandera.

La empresa familiar tiene patria. La empresa familiar está implicada en el territorio, porque es una iniciativa económica y social con raíces. La empresa familiar tiene identidad.

Los clientes no sólo saben quién hay delante, sino quién está detrás. También lo saben los proveedores y las administraciones. De las empresas familiares dependen pueblos, barrios, equipos de fútbol. Las empresas familiares están a las duras y a las maduras. De las duras os quiero hablar.

Llevamos seis años largos de crisis económica en España, en las que hemos sufrido dos recesiones y dos o tres periodos ilusorios de brotes verdes. En todo ese tiempo se han destruido más de tres millones de puestos de trabajo, cientos de miles de jóvenes no han alcanzado el primer empleo y la sociedad se ha empobrecido dramáticamente. Del mismo plato que comía uno ahora comen dos.

La empresa familiar ha estado en primera línea de combate. Cuando se está en la trinchera se sufren bajas. Muchos negocios familiares han tenido que echar la persiana porque las pérdidas se comieron el capital y las reservas, porque se quedaron hasta con el último euro de sus dueños, que después de agotar los recursos de su empresa gastaron los ahorros familiares.

 

La ruina de una empresa familiar no tiene luto. Nadie piensa que sus propietarios carecen de subvenciones por falta de actividad, por quedar en el más absoluto desamparo.

Cuando cae un empresario familiar no lo acoge ninguna red social. El Estado, tan protector para otros supuestos, no tiene piedad para quien utilizó las energías de los años de bonanza en generar empleo, en extender el bienestar.

La crisis económica cerró las puertas de los bancos a la empresa familiar. Para las entidades financieras hubo planes de recapitalización y dinero europeo. La empresa familiar no tuvo a su disposición ningún banco malo. Ni bueno. Ahora, afortunadamente, los bancos soportan con buena nota los llamados test de estrés. Sin embargo, las empresas familiares tuvieron que hacer frente ellas solas a los proveedores, a los acreedores y a los gobiernos. Sobre estos últimos quiero decir algo.

Puedo entender todos los obstáculos, todas las tribulaciones, pero lo que me parece intolerable es el trato de los gobiernos en épocas de crisis a las empresas.

Quienes tenían que actuar de médicos (gobiernos y Seguridad Social) se comportaron como matarifes: elevan los impuestos, no permiten alargar los pagos y mantienen figuras tan injustas y obsoletas como el impuesto de sucesiones y el impuesto de patrimonio.

Talar la riqueza cuando pasa de padres a hijos es una invitación a abandonar los negocios. Gravar las herencias, máxime cuando todos los recursos están orientados a la economía productiva, a generar actividad y empleo, es un abuso. Lo mismo cabe decir del Impuesto de Patrimonio, que es una provocación para no ahorrar. Los ingresos que ya se pagaron en el Impuesto sobre la Renta, vuelven a ser gravados bajo la forma de Impuesto de Patrimonio.

Como estamos hablando en Asturias, debo decir que esas penalidades se elevan al máximo, porque quienes gobiernan la región desde la transición están obsesionados con mantener altos los impuestos. Creen que el fin de las empresas es pagar la cuenta a las administraciones.

Os animo a que sigáis al pie del cañón, pese a las incomprensiones, pese a las muchas horas extras que trabajáis sin cobrar, pese a la dificultad para obtener créditos, pese al injusto trato fiscal de los gobiernos de allí y de aquí.

Os lo pido de forma de interesada, porque Gijón, nuestro Gijón, sería una ciudad irreconocible sin las empresas familiares, sin vuestra dedicación a mantener el legado. El futuro es vuestro. Gracias por todo lo que hacéis por nosotros.